Nos hemos acostumbrado a considerar normal la asimilación de los conceptos
“Comunidad” y “Asamblea” a la institución eclesial. Pero, ¿refleja eso una realidad?
¿Es la Iglesia una Comunidad, una Asamblea, la Comunidad y la Asamblea de los
seguidores de Jesús de Nazaret? Pretende serlo, quiere creer que lo es, pero hay serios
motivos para ponerlo en duda.
Aunque en el Nuevo Testamento la palabra “Comunidad”, κοινότητς en la lengua
griega, original del texto, no aparece ni una sola vez, aparece bastantes veces el
término Εκκλησία, Ecclesia en latín, con el significado de “Asamblea” y
“Comunidad”, y del que proviene la palabra Iglesia para referirse al colectivo de los
bautizados. Todo esto ha hecho en nuestra cultura religiosa que esos términos sean
interpretados como sinónimos y los usemos para referirnos al colectivo de los
seguidores de Jesús de Nazaret. Pero repetimos la pregunta: ¿Es la Iglesia Católica
Romana, o alguna de las otras iglesias cristianas, una asamblea o comunidad de los
seguidores del Jesús del Evangelio?
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os: en los tres evangelios sinópticos aparece el pasaje del joven rico del que dice que
guardaba los mandamientos pero no era digno de seguir a Jesús por estar apegado a su
riqueza
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abiertos en el Opus Dei, que se caracteriza precisamente por su implicación clasista
en el funcionamiento y conservación del injusto sistema social dominante. De hecho,
el joven de ese pasaje evangélico era más buena persona que muchos cristianos,
incluso con dignidades eclesiásticas. Conclusión: el tipo de iglesia(s) que conocemos
no son lo que Jesús consideraría la asamblea o comunidad de sus seguidores.
Entonces, ¿Cuándo se efectuó la perversión del colectivo eclesial para llegar a ser la
negación que hoy es del espíritu del Evangelio? A esta pregunta se suele responder
que los cambios que se empezaron a efectuar en el movimiento cristiano a partir del
siglo IV, la época del emperador Constantino, acabaron generando el tipo de iglesia(s)
que hoy conocemos: dogmática, ritual, jerárquica. Un estudio más atento de esta etapa
histórica nos muestra que lo que ocurrió en esa época fue que se institucionalizó todo
eso, incluida la propia Iglesia. Pero si se institucionalizaron esas lacras del colectivo
eclesial es por que ya existían previamente.
En efecto, en la obra «El Evangelio marginado», del teólogo José María Castillo, se
insiste en que las comunidades cristianas que Pablo iba creando nacían al margen del
Evangelio y con desconocimiento de su contenido, que aún no había sido puesto por
escrito. Pablo no conoció al Jesús terreno; en la experiencia que vivió en el camino de
Damasco se le apareció el Resucitado. De ahí que la primera cristología, que se
conoció y se difundió no se refería ni se centraba en lo histórico sino en lo
escatológico. Esto significa que la Iglesia se expandy empezó a organizarse sin
conocer a Jesús, sus enseñanzas, su radicalidad antisistema, su valoración positiva de
las mujeres y, sobre todo, la razón de ser del cristianismo. Así tenemos una Iglesia
que margina el Evangelio, que vive prescindiendo del Evangelio, incluso en contra
del Evangelio, como se explicita textualmente en el mencionado libro de J. M.
Castillo. Se genera así una religiosidad basada en el culto, en la sumisión a las normas
rituales establecidas y en la fiel observancia de tales rituales.
Es decir, la Iglesia nació, por así decir, con un defecto de fabricación. Aún hoy, al
referirnos a la institución la solemos llamar “Comunidad de fe”, “Asamblea de
creyentes”, sin darnos cuenta de que con esa formulación le estamos asignando a la
institución un cometido, una misión, que nada tiene que ver con el encargo de Jesús a
sus seguidores. Identificamos a la Iglesia con unas creencias que se viven cultual,
ritualmente, en contraste con la misión que el Maestro le asig: buscar el Reino de
Dios y su justicia, un Reino distinto de los de este mundo.
Pues bien, esta misión, esta vocación, que tiene respaldo evangélico, fue vivida por
una comunidad anterior y distinta
de las que
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Es decir, una práctica que no podía asumir el joven rico antes mencionado, y que la
Iglesia institucional sigue sin poder asumir.
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plo.
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arcos lo tuvo más fácil;
él mismo conoció personalmente a Jesús y perteneció a la mencionada comunidad.
Otra pista acerca del tipo de sociedad o Reino que Jesús propugnaba nos lo da el
pasaje de la expulsión de los mercaderes del Templo. Dejó claro lo que opinaba del
dinero y de la función que éste tenía cuando comparó con una cueva de ladrones los
sitios donde se negociaba, y cuando aseveró que… No se puede servir a Dios y al
dinero. La razón de ser del cristianismo es promover una sociedad inspirada en las
Bienaventuranzas, con valores distintos a los del mercado.
Pues bien, si las creencias y el culto son factores que marginan el Evangelio y
suplantan la verdadera razón de ser del cristianismo, ¿qué pasa con el otro factor, la
jerarquía? Por los textos evangélicos sabemos que también en esta cuestión de la
autoridad, la jerarquía, Jesús tenía una idea distinta de lo que era normal en la
sociedad. Decía que entre sus seguidores el que quiera ser grande, se haga
servidor de los demás; y el que quiera ser el primero, se haga servidor de todos.
Quien repase la historia de los dos últimos milenios podrá comprobar que en la
Iglesia, al igual que en el resto de la sociedad, ese modelo de autoridad de servicio no
se practicó jamás, ni antes ni después de Constantino. De las cartas de Pablo,
principalmente su Epístola a los Romanos, y lo que nos cuenta el libro de los Hechos
de los Apóstoles, se deduce que había ya entonces una gran discrepancia entre los
cristianos a pesar del Concilio de Jerusalén del año 50. Desde entonces se
multiplicaron las discrepancias, y las decisiones de los concilios que intentaron
resolverlas fueron en realidad causa de cismas. Tampoco sirvieron como factores de
unificación la creación de la figura papal con poderes absolutos y la de la jerarquía y
el magisterio eclesiales para definir doctrinas con carácter infalible.
Pero lo peor del caso es que la Iglesia como institución no se estaba aplicando al
cumplimiento de la misión que Jesús había asignado a sus seguidores. La jerarquía
eclesial fue, a lo largo de esos dos milenios, un factor de sofocamiento de todos los
movimientos que, desde el seno del cristianismo, intentaban recuperar el carácter
liberador y reivindicativo del mensaje de Jesús, desde los circunceliones del siglo IV
a la Teología de la Liberación de siglo XX, pasando por las diversas “herejías”
igualitaristas de la Edad Media: valdenses, husitas, jacqueries, irmandiños… En cada
caso la jeraquía oficial de la Iglesia se aprestó a defender el sistema económico
imperante: el esclavismo en el Bajo Imperio Romano, el feudalismo en la Edad
Media, el orden burgués capitalista en el mundo actual…
¿Qué destino le espera al actual proceso del Sínodo de la Sinodalidad en marcha? Su
convocatoria, aunque un tanto ambiguamente, parece anunciar o prometer que la
institución eclesial quiere ir poniendo remedio a las disfunciones aquí descritas. El
hecho de que la Iglesia se plantee hoy ese Sínodo que cuestiona o pone en revisión su
manera de funcionar puede indicar que es consciente de la crisis en que se haya
inmersa. ¿Seremos capaces de estudiar las causas generardoras de esa crisis y ponerle
solución? ¿Será capaz de concienciarse sobre el asunto el conjunto de la membresía
eclesial y los cristianos de otras iglesias? Creemos en la sinceridad del papa
convocante, pero ¿se puede decir lo mismo del conjunto de la jerarquía eclesial?¿De
verdad vamos a marchar todos juntos hacia la realización del proyecto de Jesús de
Nazaret? Sólo así podríamos ostentar dignamente el titulo de Ecclesia o Comunidad
de los seguidores del Mesías Jesús.